sábado, 22 de diciembre de 2007

LA JIRUCA

Nunca supe exactamente donde vivía. Decían que en uno de los cerros que circundan La Esperanza, camino de Malconga, había una cueva donde habitaba.

Recuerdo que le decían la bruja Jiruca, que por tener pacto con el diablo había aumentado sus cabras, que eran de raza, no dio razón jamás de cómo inició esa crianza, que junto con sus aves era de lo que subsistía.

Contaba que vivía con su nievecita, que le acompañaba. Era bajita, siempre descendía a La Esperanza, con su vestimenta campesina luciendo limpieza. Cuando me veía se me acercaba, a pesar de lo que me decía no le tenía miedo. Me acalla cariño. Eso me llevaba a pensar que era mentira lo que decían de ella, porque las brujas son malas y no quieren a los niños.

Tenía el rostro cetrino, su pelo emblanquecido por el paso de los años, que jugaban son una altiva ancianidad; una voz tierna, suave.

Decían que cachaba y adivinaba la suerte, así lo escuchaba a los más grandes en la escuela.

Sí era campesina, indígena, era parte de su vida, su culto ancestral de masticar la hoja de coca, como lo hacían casi todos los naturales del lugar y no les decían brujos.

Algunos menos cáusticos le llamaban curandera. Pasadora de flores, por eso la miraban mal.
Sin embargo recuerdo que en el corazón de sus ojos había un fondo de ternura. Vive en mí como una anciana campesina, dueña de sus costumbres ancestrales, cyente de sus mitos, buscadora de horas buenas.

No recuerdo que a pesar de lo que decían ella haya hecho algo malo. Como quitar terrenos, botar una pared, cortar el agua, malograr la sementera de sus vecinos, robar crías, nunca se dijo nada de eso de ella.

Como nadie tampoco se quejó de algún dolor que le hubiera causado, mas bien cuando un niño no dormía, la hacían llamar para que lo curara del susto, nunca cobraba por eso.

Ahora, sobre el cielo de nuestro pueblo, la buena Jiruca juega con sus cabras en las estrellas.


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